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† P. Miguel MACAYA MONTERO sscc (Chile)

  


   Miguel Esteban nació en Santiago, el 23 de noviembre de 1942. Hijo de Héctor Macaya (+1973) y Leontina Ester Montero (+1963), fue el segundo de dos hermanos. Fue bautizado en la parroquia de los Capuchinos en Santiago, el 3 de enero de 1943.
   Luego de estudiar sus primeros estudios básicos en el Liceo de Los Ángeles, en 1951 se integró al Colegio SS.CC. de Viña del Mar, donde curso desde 5º preparatoria hasta finales de su enseñanza media. En 1959 estudió pedagogía en matemática y física en la Universidad Católica de Valparaíso, ingresando a la Congregación en marzo de 1960. Profesó sus primeros votos religiosos el 16 de abril de 1961 y sus votos perpetuos el 21 de marzo de 1965. El 29 de junio de 1968 recibió la ordenación sacerdotal, de manos de Mons. Raúl Silva Henríquez, Cardenal Arzobispo de Santiago.
   Sus primeros 13 años de ministerio presbiteral los vivió en la zona de Concepción, trabajando en el Colegio SS.CC. y en las parroquias servidas por la Congregación. En el Colegio fue profesor, acompañante pastoral y asesor del Grupo Scouts. Ejerció roles en este movimiento tanto a nivel zonal como nacional. En la misión parroquial, sirvió en la Parroquia Madre de Dios, de la Población Pedro del Río, y en la Parroquia Sagrados Corazones, donde fue párroco en el período 1976-1981.
   En 1982 se integra a la misión de la Congregación en la Parroquia San Juan Evangelista, en Viña del Mar, siendo su párroco los años 1984-1985. Colabora en la Iglesia local como secretario pastoral del Obispado de Valparaíso, durante los años 1983-1985.
   En 1986, en el Capítulo Provincial de la Congregación, se ofrece para partir a Perú, cuando la Provincia Chilena decide colaborar con los hermanos ss.cc. en la misión de la Prelatura de Ayaviri, Provincia de Puno. Durante 1986 y 1987, sirve en la Parroquia de San Juan del Oro, en el valle del Río Tambopata.
   Necesidades de la provincia lo traen de regreso a Chile en 1988, para asumir como párroco de San Pedro y San Pablo, en Santiago, donde permanece hasta 1993. Junto a otros hermanos, inicia en este tiempo una misión de acompañamiento a personas enfermas de Sida.
   En 1994 vuelve a Perú, donde permanecerá otros cuatro años. Dos años vive y sirve en la Parroquia de Ayaviri, y otros dos en la Parroquia de San Juan del Oro.
   De 1998 a 2001, vuelve a la zona de Concepción, donde trabajará especialmente en el Colegio SS.CC., como asesor pastoral y presidente de la Fundación Educacional. También es asesor del Grupo Molokai, que acompaña a personas enfermas de Sida.
   A inicios de 2002 asume una nueva misión fuera del país, integrándose a la comunidad ss.cc. en Argentina, donde permanece hasta mediados de 2005. Su acción pastoral la desarrolla principalmente en la parroquia Sagrada Familia, en la Diócesis de Morón, Provincia de Buenos Aires.
   En junio de 2005 se integra a la comunidad ss.cc. en La Unión, en el sur de Chile, asumiendo pronto como párroco de la Parroquia San José. Allí se encuentra sirviendo cuando, en octubre de 2008, problemas de salud lo obligan a trasladarse a Santiago, donde se le detecta un agresivo cáncer al páncreas, que aplasta dicho órgano y obstruye el canal colédoco y el consiguiente flujo de la bilis. De inmediato comienza el tratamiento médico, que busca normalizar el funcionamiento del colédoco gracias a la introducción de stents y combatir el tumor mediante quimioterapia.
   Desde esa fecha, Miguel empieza a vivir un debilitamiento progresivo de su salud, que no lo inhabilita, sin embargo, para mantenerse activo en su servicio apostólico y en su vida comunitaria. En marzo de 2009 se integra a la comunidad de Cochamó y en el equipo de hermanos que atiende la Parroquia San Pedro y San Pablo, reasumida por la Congregación en marzo de 2009. Hasta inicios de este año 2010, ya muy débil, sigue trabajando en la Parroquia. En febrero pasado, se traslada a la casa provincial, donde empieza a vivir una etapa más terminal de su enfermedad, falleciendo el domingo 02 de mayo, a las 03.25 hrs.
   Un rasgo notorio en Miguel fue siempre su capacidad de trabajo. Activo, trabajador, responsable, servicial, impresionaba su dedicación a las tareas encomendadas, cosa que admiraba a los demás y no pocas veces preocupaba. Ya en un informe de su tiempo de maestrillo, cuando tenía 22 años, se dice de él: “Miguel es un hombre de trabajo. Prácticamente no se cansa. Casi no duerme, le bastan 5 o 6 horas. Siempre tiene tiempo para algo más. No se mide en esto. Sin embargo es un hombre de oración y de profundidad para sus cosas” (Informe de un Hermano al final de su año de maestrillo en el Colegio SSCC de Viña del Mar, 1964).
   Esta actividad en Miguel no era dispersa ni inconstante. Al contrario, siempre manifestó gran perseverancia, con una pizca de testarudez, y aportó una significativa experiencia que fue ganando en el campo de la planificación pastoral. Esto le permitió, entre otras cosas, animar como párroco, con gran provecho para ellas, diversas parroquias servidas por la Congregación. 
   La actividad de Miguel – tal como ya se decía en el informe de 1964- iba unida, a la vez, a una preocupación constante por su vida de oración. Oración personal y comunitaria tenían en él un importante espacio. Allí, sin duda, encontraba la fuerza para su incesante actividad.
   Junto a su acción y oración, no faltó en Miguel el espacio para la amistad y la compasión, especialmente el cariño a personas que en momentos claves de su vida necesitaban una mano amiga, un “padre” y hermano que los acompañara. De estas relaciones de amistad y de apoyo, nacieron numerosos “hijos adoptivos” y “ahijados”, que conocieron de su cariño y de su vida, a menudo a través de cartas en que contaba sus andanzas y transmitía sus consejos.
   Le gustaba a Miguel decir que los cristianos y los curas somos “siervos útiles aunque prescindibles” en la construcción del Reino, en alusión a la parábola de Lucas 17. Con sus diversas limitaciones, junto a sus virtudes y su gran generosidad, Él fue un siervo útil para muchas comunidades y para muchas personas; él sembró y trabajó, pero -como también le gustaba decir- era el Señor el auténtico obrero y dueño de la Viña. Ahora, y precisamente porque somos prescindibles en esta tierra, Jesús lo ha llamado a su Casa y Casa del Padre. Y seguramente él le ha dicho a su Hermano Mayor Jesús, con toda confianza y humildad: “Somos siervos prescindibles; hicimos lo que teníamos que hacer”. (Lc 17, 10).
 

02/05/2010