«Amo tu voluntad, Dios mío» Sal. 39,9
Nuestra querida Lucilita, como cariñosamente la llamábamos, nació el 31 de octubre de 1906 en Arequipa, en el seno de un hogar cristiano. Se bautizó el 18 de noviembre del mismo año. Recibió el sacramento de la Confirmación en enero de 1907. Se educó en el colegio de los SS.CC. de Arequipa. A los catorce años, pide entrar como aspirante a la comunidad de Arequipa, permaneciendo muy feliz y por muchos años, como Hermana Donada.
Se la recuerda como una persona trabajadora, amable y servicial. Tenía una memoria prodigiosa. Dio testimonio de esta aptitud, aportando datos muy precisos sobre la historia de la comunidad de Arequipa. Amaba a los animales, especialmente a las aves, a las que alimentaba cada día. Su servicio de costurera, le permitía ayudar a las hermanas y alumnas a resolver pequeños detalles, como planchar un cuello, ajustar un botón. Hacía aflorar su espíritu alegre en los juegos de mesa. En su desempeño de hermana portera, estaba encargada de las llaves de todas las puertas, lo que hacía de ella “la persona más buscada”, resultando ser Lucilita, una caja de sorpresas.
La mayor parte de su vida permaneció en la comunidad de Arequipa. Al aceptar jubilosa la oportunidad que le dio la Congregación después del Concilio Vaticano II de realizar sus votos, se traslada a Lima donde empieza el noviciado el 26 de mayo de 1977 acompañada de la hermana María Bernarda Ballón Landa. Pronuncia sus votos perpetuos el 15 de agosto de 1977. Es acogida en la Casa del Padre el 23 de febrero de 2010, día consagrado a la Virgen, a quien Lucilita profesaba una devoción especial.
Las alumnas de los Sagrados Corazones de Arequipa, la recuerdan como una persona maternal, muy solícita, cariñosa y atenta; dispuesta siempre a servir. Las enfermeras que atendieron a Lucilita los últimos años de su vida, nos comentan sobre su ser paciente y agradecido. Recodaba con gozo hasta las lágrimas: el día que pronunció sus votos. Le gustaba rezar, leer y bendecir.
Las hermanas que tuvieron un trato más cercano a Lucilita, veían en ella una persona sencilla y humilde. Fue admirable en ella su fidelidad y confianza en el Señor. Contemplativa y constantemente orante, amaba a su comunidad con ternura. Era acogedora. Se leía en sus ojos que el dolor cedía a la alegría y en los que relucía la esperanza y el cariño. El rostro alegre y sereno de Lucilita, parecía reflejar que Jesús estaba en su corazón para hablarnos de la misericordia y la bondad de Dios.
La víspera de morir, tuvo el consuelo de recibir el sacramento de los enfermos de manos del P. Gastón Garatea ss.cc. Los ciento tres años de Lucilita nos invitan a salmodiar “El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres[1]” porque su Amor es eterno.
23/02/2010